A veces me siento como un perro, queriendo rayar a todo el que se le atraviese, culión.
He sido grande y he sido pequeño, y he sido grande otra vez, y aun así nadie me amó.
Estoy seco. Me siento seco, chupado, pequeño. Y no hay razón para sentirme tan seco. Se supone que como bien, hago ejercicio y tengo una familia. No habría razón para estar seco.
Pero acá estoy, tomando 15 litros de agua de seguido, embuchándome de agua para luego ir a mearla. ¿Cómo me quito lo seco? Para el que no sabía, soy sirena —o sireno en este caso— y estoy seco. Pronto moriré.
Un sireno, salido del agua, se sentía seco, ahogado.
Su mamá sirena fue pescada y cocinada entre sal y limón cuando era una cría todavía. Su señora mamá, antes de ser pescada, le pidió a doña Bagremira —una pesa ya vieja, casada y con tres hijos, que también era su vecina— que lo cuidara, que no fuese a dejar que se desjuiciara, que lo quisiera mucho. Bagremira le hizo caso a la mamá y crio al sireno. Le dio sopa y lo bañó para que no se enfermara. Decía que era muy chiquito, muy bajito para su edad. A la larga le terminó agarrando cariño, pues se la pasaba siempre con él. Era un sireno chiquito. A veces el sireno miraba al mar, al sol. Bagremira lo cuidaba mucho, pero él se sentía solo, melancólico, como entusado, como si algo se estuviese acabando dentro de él. Se estaba empezando a secar. Un día, agarró con decisión de descubrir su aflige, una cobija y dos chiros guardados, y se fue a la medianoche a ver qué encontraba, si podía tomar agua.
—Nunca volvió.
Bagremira quedó casi que sola. Su marido le metía cacho y sus hijos estaban lejos ya. No le quedaba nadie, y el sireno que tenía que cuidar se le escapó. Su única tarea, su única misión de vida, se le escapó. Pobre vieja. La señora, sin saber qué hacer con el sentimiento a flor de escama, se sentó en la mecedora del patio a esperar que pasara algo, que volviera alguien. Algo.
Resulta que no muy lejos del corregimiento marino donde estaba el sireno chiquito, estaba Boyacá.
Eso decía Bagremira cuando le contaba historias al sireno chiquito: que allá había un pueblo de seres con piernas de sireno y con otro cuerpo, que eran aberraciones de la naturaleza. Que quizá todo un pueblo se incesto y salieron esos. Que como a 20 minutos montado en rana llegaba.
El sireno podía salir del agua, nunca lo hubiese pensado. De pronto el agua le estaba chupando lo húmedo. De pronto eso lo estaba secando. El sireno chiquito llegó a un puerto, soltó a la rana como pudo e intentó salir del agua en un charco que vio por ahí. Fue como ver un espejo, un portal, un futuro utópico al alcance de su aleta. Atravesó el charco y de pronto no podía respirar. Su piel se agitaba y soltaba bocanadas vacías, suplicando oxígeno. Resulta que lo único humano que tenía eran las patas; no tenía pulmones ni nariz para aguantar el clima costero y frío de Boyacá. Ahora sí que se estaba secando en serio.
Mucho de buenas el sireno, que alcanzó a meter la cabeza al pozo otra vez y alcanzó a coger fuerzas para ver qué iba a hacer, cómo iba a salir o si se devolvía a su corregimiento bajo el aire. Preciso un señor que iba pasando lo vio con medio cuerpo metido en el agua y pensó que alguien se estaba ahogando, entonces fue a ayudarlo.
Lo sacó del agua, pero el sireno no se dejaba. Si salía, se ahogaba. “me quieren matar”, pensaba en medio de su desesperación. “me quieren comer”.
El señor, manoteando, llamaba a gente para que le ayudara a sacar al ahogado que había en el pozo. Todo un pueblo llegó a intentar sacar al pescado que se resistía a salir. Todos creían que se quería suicidar, morir ahogado. Pero si salía, sí se suicidaba de a de veras. Como después de 10 minutos peleando, lo sacaron y vieron que de hombre solo tenía las patas y la monda. Y también que se estaba ahogando. Que si tenía media cabeza en el agua era para respirar, no para suicidarse.
Un niño que estaba viendo la escena gritó: —¡El hombre caimán! Pero ese de caimán no tenía ni chimba. Y un señor gritó: —¡Eso es producto de incesto!
Pero el sireno no sabía ni qué era incesto, ni quién era su papá como para confirmarlo. Como el que está para vivir está para vivir, la tendera gritó:
—¡No importa qué sea! ¡Tráiganle agua pa’ que respire! Le intubaron por las aletas a un tanque de agua salada, porque la agua dulce era más cara.
Boyacá, un pueblo al lado del mar y de clima frío, donde todos usan ruana y comen cuajada, y odian a los costeños. Los boyacos pensaron que era costeño, pues las patas eran negras y tenía un caminado medio raro. Casi lo linchan. Pero ni hablar podía del susto el animalejo del sireno. Una señora le mandó a poner pantalones y unas chancletas de un difunto por ahí. Todos lo miraban raro, pero ¿qué se podía hacer ahí?
Resulta que la tendera se lo llevó a la casa. Dijo que mañana iban a ver qué hacían con él o qué. Lo bañó, lo perfumó y lo acostó a dormir al lado de ella. Doña Patricia, la tendera, estaba viuda, o eso creía ella. Su marido, Melquiades, se había ido hace mucho tiempo de gitano con una caravana a vender cosas raras. Patricia no se quiso ir con él, puesto que la tienda los tenía muy bien acomodados. Ya lo daba por muerto.
Muy servicial y atenta era doña Patty. Y arrecha como ella sola.
Era la cuchibarbie del pueblo, tenía todo bien acomodado, y aun así Melquiades le hizo el feo. Era bajita, de pelo negro y largo, onduladito, de piel morena clarita y unos senos que solo su gran actitud y carisma podían igualar.
Se acostó en su cama matrimonial con el sireno al lado, más bien asustado, porque nunca había estado en Boyacá. Qué tal que la señora se lo quisiera comer. Qué tal que, cuando se diera cuenta, lo estuviera fritando con buena sal y limón, igual que pasó con su mamá.
Doña Patricia se quitó el delantal con un gesto de costumbre, cansada ya del día que pasó. Antes de cerrar la tienda, le puso cerrojo al portón y se metió a la casa.
Se echó su perfume nuevo de Yanbal y se puso la pijama de tiritas, lista para hacerle la vuelta al sireno. Miró al sireno como se mira un pan caliente después de una semana de dieta: con hambre, pero con cierto respeto. El sireno, enrollado en la sábana, no decía ni pío. Tenía las aletas juntas, el corazón rápido y el miedo en la garganta.
Pensó: “¿Qué tal que esta señora me quiera fritar… como a mi mamá? ¿Qué tal que ya tenga el sartén caliente?” La tendera se le acercó al pescado, haciéndole cucharita pa’ que se fuera relajando. Le acomodó las aletas y los cables por donde respiraba su agua. Le dijo: —Tranquilo, muchacho. Aquí nadie se lo come, a menos que usted quiera. Mientras le guiñaba el ojo y su mano derecha recorría sus piernas negras y largas. Y el pescado sireno chiquito —que por lo visto ya no era tan chiquito— no supo qué decir. Porque lo que pasó en ese momento lo hizo sentirse menos seco, aunque fuera un ratico.
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